A veces no alcanzan las palabras para describir el sufrimiento físico. Este artículo reproduce el newsletter de Cultura: lecturas, cine, teatro, arte, música e historias que despiertan entusiasmo y, por qué no, fascinación o perplejidad
Hola, ahí.
No me fui de vacaciones sin avisar, no me fui de viaje: tuve que dejar de escribir por prescripción médica. Sí, leíste bien: estuve dieciséis días sumergida en el dolor y me obligaron a parar.
La resonancia mostró que tengo las cervicales derruidas, un universo de protusiones y abombamientos en los discos que, en algunos casos, presionan nervios y contactan con la médula. No debería ser una sorpresa el mal estado de mi columna si pensamos en la edad que tengo y en los años que hace que mi cabeza se inclina cada día como un gancho horas y horas sobre los libros, sobre el teclado, sobre el celular. No debería ser una sorpresa pero sin embargo lo fue. Y me liquidó. Y me bajoneó. Y, sobre todo, durante todos esos días no hubo manera de que dejara de sentir dolor.
Quería arrancarme la espalda y el cuello. Quería arrancarme la cabeza. Quería volver a ser yo.
Cruzar un límite
“El dolor es una de esas llaves con que abrimos las puertas no solo de lo más íntimo, sino a la vez del mundo. Cuando nos acercamos a los puntos en que el ser humano se muestra a la altura del dolor o superior a él logramos acceder a las fuentes de que mana su poder y al secreto que se esconde tras su dominio. ¡Dime cuál es tu relación con el dolor y te diré quién eres!” (Ernst Junger, Sobre el dolor).
La verdad es que a lo mejor me excedí en optimismo y me sentí invencible. Poco antes de que comenzara la pandemia arranqué con mis clases de yoga, que no solo me salvaron física y emocionalmente en ese tiempo de soledad confinada sino que me iniciaron en una nueva forma de entenderme con mi cuerpo y con mi cabeza.
Desde que tomo clases con Eli —una persona que se convirtió en alguien clave para mi bienestar—, es muy difícil que haya algo que supere en importancia mi cita con el yoga. Las rutinas de ejercicios y estiramientos me fortalecieron y me dieron nuevas energías. Dejé de tener contracturas y aprendí a reconocer esos nudos que podrían convertirse en drama antes de que esto sucediera, por lo que me atrevería a decir que estos últimos años me sentí mejor que en otros momentos de mi vida, aún si entonces era más joven.
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Este mundo ideal de relación con mi cuerpo mantuvo esa forma hasta hace algunos días, cuando, en un exceso de confianza, crucé un límite. En una misma semana pasé horas escribiendo sin interrupciones y bajo la tensión del peso del cierre; una tarde cargué una decena de libros —literal— en un bolso durante varias horas yendo y viniendo en transporte público y continué haciendo ejercicio aún advirtiendo un dolor en la espalda que iba en aumento y con ferocidad, hasta convertirse en una garra implacable entre la nuca y el omóplato derecho.
La garra del dolor se instaló a sus anchas y a eso se sumaron desconocidas oleadas de fuego en ese mismo lugar. Espasmos punzantes que, a la vez que tomaban mi espalda, se replicaban en forma de casco de hierro sobre mi cabeza. Caprichosa como puedo ser, pretendí seguir una vida normal como si el dolor pudiera replegarse gracias a mi voluntad y no siguiera su propia lógica. A veces puedo ser tan tenaz como ingenua.
“En esos días tuve un dolor insoportable en una rodilla, y luego en la cadera y en la mandíbula. Pero hacía mucho tiempo que me había acostumbrado a no hablar con nadie de mis dolores. El dolor es lo más incomunicable, lo más personal, y aunque a mí me parecía intensísimo y me colocaba en un estado de trance, cuando hablaba sobre el tema tenía la impresión de estar exagerando; me convencía de que lo mejor era sobrellevarlo en silencio”. (Daniel Saldaña París, Aviones sobrevolando un monstruo).
Una fortaleza averiada
Estaba tomada por el dolor pero tenía compromisos, no solo de mi trabajo concreto y sus horarios y demandas sino también de eventos importantes de la agenda cultural, que me interesaban, y que además tenían como protagonistas a amigas queridas.
Así, fui a ver a Mariana Enriquez, nuestra rockstar gótica, en su performance No traigan flores en el teatro Coliseo, donde sus fans aplaudieron cada uno de sus guiños, de sus lecturas inquietantes, de sus cambios de vestuarios, de sus maravillosas sonrisas de felicidad plena. Dolorida, incómoda y revolviéndome en la butaca con ganas de pegar alaridos, pude ver a Mariana convertida en una anfitriona espectacular arriba del escenario. El dolor no opacó del todo el espectáculo inédito que protagonizó esa noche aunque no pude quedarme hasta el final. El dolor manda, obliga, te doblega.
”El dolor físico es el gran regulador de nuestras pasiones y ambiciones. Su presencia neutraliza de inmediato todo otro deseo que no sea la desaparición del dolor”. (Juan Ramón Ribeyro).
Días después, empeñada en distraerme y casi en un desafío a mi propia fortaleza averiada, asistí a la premier deEl Reino II en el mismo teatro Coliseo. A la manera de una actriz, resistí estoica las fotos, las charlas, los entusiasmos ajenos. Mantuve simulacros de diálogos, me dio felicidad ver a tanta gente querida y admirada y me entusiasmó pensar que la industria de las series argentinas crece a fuerza de inversión y calidad y genera trabajo en un país que sigue llevándose mal con la economía (o sea, con la posibilidad de dejar de vivir en crisis). También esa noche debí huir en medio de la sala a oscuras y antes del final de la proyección para regresar a casa a sufrir en paz.
Entre la presentación de Mariana Enriquez y el estreno de la serie escrita por Claudia Piñeiro y Marcelo Piñeyro, fui a ver una performance que esperaba con ansias: Sun & Sea, una obra premiada creada por las artistas lituanas Rugilė Barzdžiukaitė, Vaiva Grainyté y Lina Lapelité, que inauguró la temporada del Colón Contemporáneo y se presentó en las instalaciones del Colón Fábrica, en La Boca. Desde una pasarela el público veía, ahí abajo, una playa artificial en la que familias, parejas y personas solas se tienden al (supuesto) sol mientras emergen las voces de los que cantan entre baldecitos, protectores solares, toallas y juegos de mesa.
Las voces alucinantes de los performers y los textos de las canciones, que apuntan a la contaminación, la catástrofe ambiental y los excesos de la globalización occidental sacuden y provocan desde la originalidad de la propuesta. Desde arriba, dando la vuelta como para ver la escena desde diferentes ubicaciones, la interacción entre el público y los intérpretes se daba sobre todo en la afanosa búsqueda de las voces que tronaban o acunaban o desesperaban.
Desesperada estaba yo esa tarde de sábado. El dolor taladraba y el mundo seguía activo y sin mi participación. Éramos dos: la que circulaba y hablaba con otros y la que buscaba hacer los ejercicios de respiración adecuados para calmarse y sobrevivir a la flecha maldita que atravesaba mi espalda.
Sin palabras para nombrarlo
Durante más de dos semanas, el dolor solo cedía en posición horizontal. Como me dijo uno de los médicos de guardia que me vio en estos días: “Tenés que dar las gracias por poder dormir”. Es que el mismo castigo que me estaba liquidando de pie y sentada curiosamente no había atacado mi sueño. Por lo que parece, el nervio o los nervios que mis discos desgastados presionan muestran los dientes recién cuando me levanto de la cama. Como no me gusta ser ingrata o inexacta, fueron dieciséis días de dolor que no incluyeron las noches en las cuales, a riesgo de exagerar, diría que no dormía sino que me desmayaba.
Este eterno día de la marmota doloroso provocó en mí un desgaste anímico y moral importante. Porque me dolía sin parar, porque no había remedio que me dejara al menos un rato sin sufrir y porque el resultado de la resonancia no por previsible fue menos duro. Vivir es también padecer, sobre todo cuando los años te pasan factura.
Corticoides, antiinflamatorios, analgésicos, relajante muscular. Nada cambiaba. El dolor resistía, firme y provocador.
Dieciséis días después del comienzo del infierno, llegó la codeína (una de esas drogas de las que podés enamorarte hasta la adicción) indicada por un joven médico de guardapolvo verde y el dolor se retiró por ahora, aunque sigue agazapado. Pude volver a abrir los ojos, disfrutar el cielo azul de otoño y hacer planes más allá de concertar citas médicas. Mientras te escribo, convivo con un dolor en sordina, una molestia que intenta hacerse notar; una mano pesada que se sostiene sobre mi espalda y que podría convertirse en cualquier momento en garra. En esa pelea estamos el dolor y yo.
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Me cuesta describir exactamente lo que fue, lo que es y lo que temo que sea. Es un fantasma que se instala y del que puedo decir poco, o del que hablo con palabras que se repiten porque lo único que podría representarlo es un coro de ayes o alaridos o llantos o gritos o un silencio atronador de pura perplejidad.
Como si el dolor fuera justamente lo que no es posible poner en palabras.
”Hay pocas cosas tan difíciles de expresar como el dolor físico. Si buscamos ejemplos en la literatura, veremos que son escasas las descripciones largas y detalladas de este. En general faltan las palabras para contar esa vivencia: se suele hablar de un dolor sordo o agudo, de un dolor tenue, uno que late o que lacera, un dolor agazapado o abrumador. Hablamos de una punzada, de un ardor, de una irritación en la piel. Sabemos si acaso señalar el lugar donde comienza: el brazo, la cabeza, el vientre, pero en general a los escritores nos falta el vocabulario igual que a los enfermos que intentan describirle al médico cómo se sienten”. (Guadalupe Nettel, Conferencia sobre el dolor).
C1, C2, C3, C4, C5, C6, C7: una batalla naval
Clavícula, de la española Marta Sanz, es un libro sobre un dolor y sus alrededores. Un dolor que existe pero podría no tener un verdadero origen físico y es también una historia sobre todo lo que hay a propósito de ese malestar: el modo de expresarlo, de vivirlo, la palabra de los otros, de los expertos (médicos) y los cercanos (familia, amigos). La duda de si lo que está machacando y lastimando tiene razón física o si, por el contrario, es la expresión física de otra clase de dolor.
La ansiedad de una era y las preguntas que recién ahora se permiten hacerse las mujeres se leen en este relato en el que hay humor, reflexión y los interrogantes últimos sobre lo que pasa con el dolor —con toda clase de dolor— en las mujeres y, sobre todo, en las mujeres grandes, las que se tornan invisibles con la menopausia.
Transcribo un fragmento:
”El dolor no es íntimo. Es un calambre público que se refleja en el modo en que los otros, los que más quieres, tienen de mirarte. Todo el mundo te encuentra mala cara, y la convicción de que todo el mundo se fije en la estría de la ojera, el color cetrino de la piel, la mueca amarga en la boca acentúa cada rasgo. El apocamiento y la curva cada vez más pronunciada de la columna. Los amigos ayudan mucho. Dicen: ‘Yo también pasé por esto’, ‘Tuvieron que ingresarme’, ‘Seguro que no es nada’, ‘Agorafobia’, ‘Hay que descartar lo físico’, ‘No se te ocurra probar los ansiolíticos’, ‘La hipocondría es un síntoma de la depresión’, ‘Trabajas demasiado’, ‘¿No estarás exagerando un poco?’, ‘Toma pastillas para dormir. No puedes seguir sin dormir’, ‘Será la menopausia’, ‘No te dejes hacer esa prueba en la que te hielan el corazón’, ‘Conozco a un psiquiatra’, ‘Tienes muchas ojeras’, ‘Pasará’, ‘Me preocupas’, ‘Estoy contigo’”.
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El cuerpo que no miramos y no atendemos; ese yo al que escuchamos recién cuando llama la atención de manera brutal, asesina. Desde que me hicieron la resonancia y leí esos resultados atroces —una especie de batalla naval de letras y números con discos que son casilleros desgastados y en proceso de deconstrucción—, solo me siento una columna enferma recubierta de músculos, tendones y piel.
No soy Frida Kahlo, pero no paro de pensar en mí como en mi pobre columna, mis agobiadas vértebras, mi dolor, mi dolor: me doy pena.
El regreso de los Roy
Volvió Succession en su cuarta y última temporada y eso de alguna manera me obliga a querer sentirme bien de una vez por todas. No voy a poder contarte en estas líneas de qué se trata si no la viste, pero no puedo dejar de recomendarte que lo hagas: no es una serie más, es una de esas series totales a través de las cuales podés vislumbrar y analizar una era, la de la descomposición del capitalismo y sus relaciones tal como lo habíamos conocido.
Una familia rica, riquísima, un padre autoritario que es un gran magnate de los medios, hijos descarriados y el mal, que se hace una fiesta en cada uno de ellos. Hay muchísimo dinero y muchísimo dolor en la historia de los Roy: Logan, Kendall, Connor, Siobhan y Roman y sus familias y allegados. Hay Shakespeare procesado de una manera sutil y hay también una historia de traiciones que compiten entre sí para ver cuál es más desagradable y abrumadora.
Grandes actuaciones entre los protagonistas y personajes secundarios que no son secundarios sino verdaderas bestias de la escena, una estética deslumbrante, los paisajes más alucinantes del mundo y un espectáculo que si no es perfecto, pega en el palo.
Podés verla en HBO y me lo vas a agradecer.
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***Tengo algunas novedades sobre el diagnóstico en relación al correo que recibieron los suscriptores.
Tuve cita con un neurocirujano especializado en dolor y un maestro a la hora de mostrar imágenes y explicar lo que hay detrás. Si bien mis vértebras no son un jardín de las delicias, todo indica que lo que me trajo tanto padecimiento es algo que se llama Sindrome miofascial del trapecio (el músculo). Nunca había escuchado hablar de esto: es algo crónico y para tener a raya con kinesiología, cambios de postura, de rutinas y, sobre todo, con estar atenta a cuando el dolor se despierta para no dejar que se convierta en la pesadilla que viví.
Elijo creer que voy a poder.
Mi correo sigue siendo [email protected]. Deseo que tengas —y que tengamos— una muy buena semana, hasta la próxima.
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