- Author,Judith Moritz
- Role,BBC News
He pasado diez meses cubriendo el juicio del caso de la enfermera Lucy Letby, en presencia de ella, y todavía no lo entiendo. No estoy segura de qué esperar de la asesina de niños más prolífica de Reino Unido. Pero estoy bastante segura de que no es esto.
Las fotos en redes sociales muestran la antigua vida de Letby: salidas nocturnas con amigos, disfrazada y haciendo el tonto ante la cámara.
Ahora no se ve así. Su cabello teñido de rubio ha vuelto a su castaño natural y una expresión severa reemplaza las sonrisas de las fotos. Detrás de la mampara de cristal del banquillo de los acusados, se perfila su figura raquítica, flanqueada por los funcionarios de prisiones mientras agarra en sus manos un pañuelo rosa.
Las familias de los bebes asesinados ocupaban la galería prevista para el público. Al otro lado del pasillo, los asientos han estado vacíos, pero el padre y la madre de la enfermera, John y Susan, acudieron día tras día. A veces se les unía una de las amigas de su hija, la única que ha ido en estos 10 meses de juicio.
Mi sitio, en el banco de prensa, no estaba a más de cinco metros del asiento de Letby. De vez en cuando miraba a la enfermera para intentar vislumbrar el carácter.
Mientras los afligidos padres relataban los horrores de ver morir a sus hijos, ella mantenía una expresión neutral. No importaba que el relato y la evidencia contra ella fuera emocionalmente fuerte que igual ella se seguía impasible.
En muy raras ocasiones, me miró a los ojos, pero apartaba la vista rápidamente.
Traté de ver dentro de su alma. Me pregunté si alguna vez veríamos a la verdadera Lucy Letby.
El juicio comenzó en octubre de 2022 y cuando el tribunal se disolvió por las vacaciones, me pregunté qué clase de Navidad estaría pasando ella, tras las rejas.
Hasta febrero no vi por primera vez una pizca de emoción en Letby.
No fue a causa de una prueba perturbadora o un testimonio desgarrador: fue la voz de un médico lo que hizo que la enfermera se rompiera.
El médico, que ofreció su testimonio, estaba oculto tras unas pantallas para proteger su identidad.
Letby llegó a admitir que “lo había amado como a un amigo”. La fiscalía lo pintó como su novio y en el juicio nos mostraron un intercambio de mensajes entre ellos que sugerían que, aunque el médico estaba casado, podría haber algo más.
Letby se mantuvo serena por meses mientras se relataba el terrible sufrimiento de los bebés. Pero pareció sentir punzadas de añoranza por este médico.
Y solo hubo contadas ocasiones donde lloró: cuando mostraron las pruebas al retirarla del servicio de enfermería, al leer los extractos de las entrevistas que tuvo tras su arresto y cuando se mencionó que había tenido pensamientos suicidas.
Cuando el fiscal empezó a interrogarla, su primera pregunta era una que yo misma me había hecho.
“¿Hay alguna razón por la que lloras cuando hablas de ti, pero no lo haces cuando hablas de estos niños muertos y gravemente heridos?”.
“He llorado al hablar de algunos de esos bebés”, respondió Letby.
Llegó la primavera y el juicio seguía.
Las pruebas y su terminología eran duras y densas. Gráficos de balance de fluidos, notas clínicas, registros de gases en sangre… Los periodistas empezamos a manejar términos de medicina neonatal.
La acusación se basó cuidadosamente en datos y documentación. Pero no había pruebas que dieran pista alguna del carácter de Letby. Avanzaba el caso, pero sin idea de sus posibles motivos.
La personalidad de la enfermera seguía siendo el elefante en la habitación.
Cada tanto, algo arrojaba luz.
El jurado vio fotos de su casa. Las paredes tenían cuadros con las típicas frases cliché como “Un sueño es un deseo del corazón” o “Brilla como un diamante”.
Tenía osos de peluche en la cama, flores artificiales y una bata rosa esponjosa colgada en la puerta, dos juegos de mesa, un dvd de “Mrs. Doubtfire” (“Papá por siempre” en América Latina) y dos libros en su mesita: las memorias de una médica que estuvo gravemente enferma tras un aborto espontáneo y una novela sobre una mujer joven que tuvo una aventura con un hombre casado.
Al empezar el juicio, la fiscalía presentó como prueba una hoja de anotaciones verde que la policía había descubierto poco después del arresto de Letby.
Estaba lleno de garabatos hechos al desespero e incluía frases como:
“SOY MALA, LO HICE. Los maté a propósito porque no soy suficientemente buena, no merezco vivir, soy una persona horrible”.
La fiscalía lo presentó como una confesión. La defensa argumentó que era un “grito de desesperación y petición de ayuda” escrita por quien había sido acusada injustamente.
De cualquier manera, fue la información más significativa que tuvimos sobre el estado de ánimo de Letby. Le escribí al juez para pedirle permiso para hacerlo público. El aceptó.
Meses después se supo en el juicio que no era el único escrito que encontró la policía. Letby había escrito mucho más con sus divagaciones, líneas apretadas de escritura a mano que dejaron al descubierto su forma de pensar cuando la sacaron de servicio como enfermera.
“Por favor, ayúdenme, ya no puedo hacer esto, odio mi vida, quiero que alguien me ayude, pero no pueden”
Todo garabateado junto a nombres de amigos, colegas y el nombre del médico casado adornado con un corazón
Los nombres de sus gatos, Tigger y Smudge, también aparecen con frecuencia.
Muchas anotaciones están en un diario de 2016, cuya portada es un oso de peluche y la frase: “¡Que tengas un año encantador!”
En una semana anotó un recordatorio para pagar un impuesto, una cena en un restaurante mexicano y una clase de salsa. En esa misma semana asesinó a dos hermanos, dos varones que eran trillizos.
Pensé en esa doble vida.
Tampoco era sencillo formarse una idea de la personalidad de Letby con los mensajes que se intercambiaba con amigos y colegas y que se mostraron en el tribunal.
Muy a menudo escribía a otras enfermeras para contarles sobre su relación con los bebés que habían sufrido un colapso. Parecía que buscaba compasión.
Pero, aún metida de lleno en el juicio, no me cuadraba la aparente normalidad de Letby con la magnitud de las acusaciones a las que se enfrentaba.
Entonces conocí a Dawn.
Dawn no apareció en el juicio, pero la relación entre ella y Letby es antigua. Crecieron juntas y siguen en contacto.
Dawn fue cálida y simpática conmigo. Dimos una vuelta y me mostró el parque donde ambas solían pasar el rato o sus restaurantes favoritos.
Aunque la mayoría de los amigos no tenía planes de carrera firmes, Letby tenía claro su camino.
“Su sueño siempre fue ser enfermera y ayudar a los bebés”, me dijo Dawn.
Me contó que ella fue fruto de un parto muy difícil, que estaba mal. Creo que eso le afectó durante buena parte de su vida. Sentía que eso era lo que estaba destinada a hacer: ayudar a los niños que nacieran en circunstancias similares”, añadió.
Inquebrantable en su lealtad y en creencia de que su amiga era incapaz de asesinar, ¿era posible que Letby le hubiera engañado?
Dawn dejó escapar un largo suspiro antes de responder.
“La única forma en la que creería que ella es culpable es si ella me lo dice “.
El profesor David Wilson, un criminólogo interesado en los asesinos en serie en el sector sanitario, me dijo que Letby se enfrentaba a una “decisión crucial” sobre si presentar o no su propio testimonio durante el juicio.
“He visto a personas hacerlo y se desmoronan en los primeros cinco minutos. Pueden ser inteligentes, defenderse, pero su actitud puede perjudicar lo que el jurado piense sobre ellos”.
Al final, Letby subió al estrado a principios de mayo.
Cuando lo hizo, parecía tensa. Tenía las manos bajo el mostrador del estrado. Se le pidió que se pusiera de pie, dio su nombre y juró decir la verdad.
Yo estaba expectante.
El abogado defensor le hizo preguntas sencillas sobre su infancia. Ella hablaba en modo sereno, reflexivo y cooperativo.
Yo estaba pendiente de cada palabra. Después de 7 meses era intrigante escucharla hablar.
Detecté frases repetidas. Parecían ensayadas.
Como cuando le preguntaron sobre las búsquedas en Facebook que hacía de los padres de los bebés o cuando se llevaba documentos de la enfermería a casa y los almacenaba. “Ese era un patrón normal de comportamiento para mí”, respondía.
Después de cinco días de interrogatorios de su abogado, tocó el turno del fiscal.
Al principio se las arregló bien y estuvo a la altura del interrogador. Luego se mostró arrogante y dijo no estar de acuerdo con las pautas de las enfermeras, de los médicos superiores o de los expertos. Incluso hubo un momento en que trató de burlar al fiscal.
La acusación encontró lagunas en su testimonio, contradicciones.
“Estás mintiendo, ¿verdad, Lucy Letby?. ¿Disfrutaste lo que estaba pasando, ¿verdad, Lucy Letby?”, dijo el fiscal.
“No”, respondía ella dócilmente.
Su voz empezó a ser un susurro y de responder arrogante, se tornó monosilábica.
Por primera vez, Letby le dijo que parara. Y lo hizo cuando el fiscal empezó a enumerar uno a uno cada bebé. El fiscal solo llegó a nombrar a 4 de los 17 en total.
Se frenó el juicio. La acusación salió jubilosa. La tenían contra las cuerdas.
En total, Letby pasó 14 días testificando y se enfrentó a casi 60 horas de interrogatorio. Ni siquiera entonces logré acercarme a su verdadero yo.
En julio llegó el turno de la deliberación del jurado. Tenían nueve meses de evidencia y 22 cargos en contra para analizar.
¿Era Letby la personificación del mal o ella misma era una víctima?
Lo que pensaran podría determinar el resto de su vida.
Finalmente, llegó la respuesta.
La sonriente enfermera de nombre sonoro que iba a clases de salsa es ahora la asesina de niños más prolífica de Reino Unido. ¿Alguien puede entenderlo? Yo no.