Desde la adquisición de los derechos hasta la impresión y distribución. La relación entre autor y editor es crucial, como también la confianza y la comunicación mutua. Los protagonistas así lo corroboran
A veces se pierde de vista el procedimiento “fordista” cuando un libro se pone en producción. No basta, en la industria editorial, la obra realizada por el autor, sino que luego requiere muchos pasos hasta llegar a convertirse en el objeto “libro”. Desde la aprobación de la compra de los derechos del texto por parte de la empresa, pasando por la diagramación y maquetación del texto, su corrección, la realización del arte de tapa, para finalmente ser llevado a la imprenta, en el que se realizará el libro (y de ahí a las librerías o tiendas virtuales), todo un mecanismo de producción sucede. Uno de las bases de esa realización se cristaliza en la relación entre el autor y el editor.
¿Cuál es el rol del editor?
El trabajo del editor implica un amplio abanico de actividades, desde la lectura del texto, el relacionamiento con el escritor, la sugerencia de cambios o alteraciones para la concreción de un mejor producto literario, la debida preparación para la negativa y el odio del escritor. O todo lo contrario, el agradecimiento y el amor. Así de extremo es ese trabajo. En el último periodo algunos escritores contaron secretos íntimos de esa intensa forma de vinculación.
El chileno Alejandro Zambra publicó Un cuento de navidad (Gris tormenta), un hermoso libro de memorias compartidas. El narrador rememora desde el momento en que David Tightwad (pseudónimo ficcional de Andrés Braithwaite) acepta que comience a colaborar en el suplemento cultural que Tightwad edita como critico literarios. Desde los primeros diálogos se nota aquella forma de relacionarse que consiste no en conocer al otro, simplemente, sino conocer al “yo” literario de cada persona. Discutir sobre el mejor adjetivo o la posibilidad de otros tantos para definir a un nombre. Sugerir un mejor giro, remarcar de tal modo una parte de una escena, hacer crecer al texto.
En Un cuento de navidad estos procedimientos quedan expuestos de manera abierta, ya que las notas al pie de página están realizadas por Braithwaite, autor además del prólogo (mientras el lector lee la narración, observa por debajo cómo el editor propone mejorarla). A veces el lector asiente, otras no tanto: como el autor. Y entonces experimenta en su propia lectura el oficio de editor. Pero no son sólo sugerencias de cambio, sino observaciones. Ya por el final del texto, luego de veinte años de recorridos juntos que culminan conformando una amistad, el editor Braithwaite se anima a una nota al pie: “Bonita la frase. Incluso nos quedó medio sentimental”. En el trabajo fordista de la producción de un libro, la figura aurática del autor se difumina en nombre de la tarea colectiva de la producción. En primer lugar, por el trabajo realizado junto al editor.
Cuenta Paula Pérez Alonso, editora senior en Editorial Planeta: “En 2001, cuando la crisis se hacía cada día más profunda y la tierra se abría bajo los pies, Leandro Sagastizábal y Fernando Estéves tuvieron una gran idea: hacer El mundo de la edición de libros, un libro que contara el paso a paso desde qué es un libro, capítulo que escribió Alejandro Katz, hasta la distribución y la llegada a los lectores, pasando por el diseño del interior o el agente literario. Hay mucha gente que no sabe qué es un editor. Me convocaron para que escribiera sobre el rol del editor en la acepción anglo del editor, que se diferencia del publisher. Acá se usa el mismo verbo para las dos cosas, editar significa publicar y también trabajar con el autor en un proyecto o en una versión final. En aquel momento escribí sobre la relación entre el editor y el autor, que siempre es tensa, aunque se entiendan muy bien; se da un ejercicio de esgrima muy saludable que beneficia al libro en cuestión. O para corregir, o para confirmar”.
“El editor o la editora tiene que poder camaleonizarse: olvidarse de sí misma: pensar y ver lo que ve el otro. La mirada del otro amplía la mía, me pasa cuando soy yo la autora y una editora me sugiere algún cambio o mejora: escucho con atención y lo tomo cuando me suena. Me pasó al editar a Ricardo Piglia, le propuse algunos cambios y los tomó con una humildad sorprendente: él sabía que algo no estaba funcionando o fluyendo del todo como él quería. Fue un lujo trabajar con él. Hay otros autores que se apegan más a su texto, están seguros y no tienen ganas de considerar otra opción y la discusión puede tener más idas y vueltas y terminar en que nada se cambia, como me pasó con Martín Caparrós, cada vez: él escuchaba con atención e interés, pero quedaba lo que él había dispuesto”.
“Siempre nuestro intercambio fue a partir de un texto buenísimo, y las conversaciones tenían humor y el mejor de los tonos. Con una autora recuerdo que le propuse un cambio importante, que significaba sacrificar una parte del libro, que en sí misma estaba buena, pero tal vez era para otro libro, ahí era una historia incrustada, pasa a veces con las primeras novelas que el autor o la autora quiere poner todo. Y no hace falta. El editor que trabaja un texto o sugiere mejoras tiene que ser invisible. Está la discusión del famoso editor de Knopf Gordon Lish en relación con los cuentos de Carver. Puede Lish haber limado alguna aspereza, pero ningún editor puede crear lo que no está ahí”.
En el libro El enigma del oficio (Ampersand), de Guillermo Schavelzon (Willy, para sus amigos), toda una leyenda como editor y luego agente literario (oficio que sigue ejerciendo), cuenta una infinidad de acontecimientos y anécdotas del libro argentino y latinoamericano en las que tuvo que ver, de una u otra manera. Después de una primera experiencia con Jorge Álvarez -a quien no deja bien parado-, Schavelzon se dedica a narrar una memoria de la industria editorial que comenzaba a fisionomizarse como hasta en la actualidad en los años setenta (aunque luego el mercado tendría un rol más importante). En los siguientes párrafos, su experiencia con Osvaldo Bayer:
“Un día de 1967, vi bajar unos anchos y gastados zapatos marrones, arriba de los cuales apareció un señor correctamente vestido a quien no conocía. Me dijo que se llamaba Osvaldo Bayer y se presentó como periodista e historiador. Traía un manuscrito que buscaba publicar: la biografía de un anarquista italiano que había actuado en la Argentina y que fue apresado a los veintidós años. Era el responsable de la voladura con bomba del City Bank, del Bank of Boston, de la embajada de Estados Unidos, y del consulado italiano en Buenos Aires, donde en ese momento los mejores hombres de Mussolini en la Argentina estaban reunidos. Nueve muertos y 34 heridos. Con este historial, Severino Di Giovanni fue rápidamente fusilado. Aunque en la Argentina no existía la pena de muerte, ya entonces se vivía en una dictadura militar. Severino Di Giovanni, el idealista de la violencia resultó ser el libro más exitoso de los que yo llevaba publicados, un inesperado best seller que se vendía a una velocidad para la que yo no estaba preparado, y la industria tampoco. Entonces se demoraba mucho en reimprimir, pero los lectores sabían esperar. (…)”
“Las circunstancias políticas del mundo, el clima de revuelta propagado por el Mayo Francés, el Cordobazo en la Argentina y Tlatelolco en México generaron en una parte de la población, y entre los estudiantes en especial, una predisposición muy positiva hacia el libro de Bayer, publicado en 1970. El libro funcionó como un exponente de la reivindicación general. La primera edición de tres mil ejemplares se agotó en una semana, algo que no era habitual. Apenas comenzó a hablarse del libro en los medios, nos quedamos sin ejemplares. Es verdad que entonces la urgencia del consumo no era la de hoy, la gente sabía esperar, pero no demasiado. Demoré un mes y medio en reimprimir el libro, porque hubo que volver a componerlo, y también porque para pagar el papel, la impresión y la encuadernación se necesitaba mucho dinero que no tenía, porque ni siquiera había comenzado a cobrar los ejemplares vendidos. Bayer venía casi todos los días a preguntarme cómo iba la reimpresión. Yo le contaba la verdad y él comprendía. Nunca le escuché un reclamo”.
“Dos años después de la publicación del Severino, que se seguía reimprimiendo, Bayer me trajo el manuscrito de un libro en el que llevaba años trabajando, Los vengadores de la Patagonia trágica, cuyo éxito fue todavía mayor, explosivo, porque en ese momento político del país mostraba al ejército argentino en su rol de fusilador. Bayer había trabajado muchos años investigando documentos dispersos y viajando a la Patagonia para reunir testimonios de los sobrevivientes. Pero lo que disparó la popularidad del libro fue una película basada en él, La Patagonia rebelde, estrenada en 1974, que enfrentó todo tipo de vicisitudes, comenzando por la censura, impuesta en forma de “recomendación” a Fernando Ayala y a Héctor Olivera, director y productor. Finalmente, en unos meses de gran confusión política, el propio presidente Perón pidió verla y en contra de todo lo previsible autorizó su exhibición (lo cuenta Tomás Eloy Martínez), enfrentando así la opinión del Ejército, seguramente como parte de alguna de las estrategias con las que controlaba el equilibrio del poder. Poco después había largas colas en los cines para verla, pero en unos meses murió Perón e inmediatamente se volvió a prohibir. No se la pudo volver a ver hasta la caída del gobierno militar, casi diez años después”.
“Tan grande fue el éxito de la película que impuso un cambio de título a las constantes reediciones del libro, que pasó a llamarse La Patagonia rebelde. Al primer volumen siguieron un tomo II y un tomo III, y estaba ya en proceso de producción el IV, cuando el golpe militar de marzo de 1976 lo interrumpió. Finalmente, sería publicado en Alemania, en español, por Klaus Dieter Vervuert, un librero y editor especializado en Latinoamérica. Yo empezaba a advertir que publicar los libros de Osvaldo Bayer, en los que siempre la policía y el ejército secuestraban y fusilaban obreros en huelga, y el héroe era un anarquista que había matado con una bomba casera al jefe de policía, era algo que los militares nunca nos iban a perdonar. Personalmente, me costó una bomba en la librería, y después otra en el edificio en que vivía, amenazas telefónicas, y finalmente once años de exilio en México”.
Claudia Piñeiro, una de las autora argentina más leídas de este tiempo y cuya última novela es El tiempo de las moscas (Alfaguara), cuenta a Infobae Cultura algunas cuestiones sobre su relación con los editores: “Mi primera editora fue una española que se llamaba Reina Duarte porque quedé finalista en un premio de literatura infantil y fue el primer libro que me publicaron en mi vida. Se llamaba Serafín, el escritor y la bruja y, aunque no gané el premio, lo publicaron. Reina Duarte era la encargada de Edebé, la editorial que lo publicó, y fue siempre una relación a distancia. Eran mails que iban y venían y las marcas tenían que ver, sobre todo con palabras que allá en España no se entendían y ellos querían cambiar. Una palabra era “computadora” y ellos querían poner “ordenador” y me parecía que estaba bien. Otra era “mamadera”, ellos querían “biberón”: no hay problema. Pero la tercera era “la empleada de la casa” y ellos querían poner “sirvienta”. Entonces esa marca no la acepté. No me parecía aceptable esa palabra, no me gustaba que se refirieran a la empleada de la casa como sirvienta, ni siquiera en España”.
“Después en Argentina mi primer editor fue Elvio Gandolfo, que fue un gran editor. Hizo una primera rebuena edición de ese primer texto que fue Tuya, sobre todo sacándole cosas a las que yo me había ido, pero que en la tensión del policial no hacían falta. Sobre el final yo me demoraba sobre el viaje a Río de Janeiro del protagonista, que me parecían interesantes o divertidas que podían sumar, pero él me explicaba que en ese punto de la novela de trama policial, derivar hacia esos lugares generaba una dilución de la tensión dramática e incluso generar una bronca en el lector que podría pensar: “Contame de una buena vez qué pasa en lugar de hacerme pasear por Río de Janeiro”. Fue una buena experiencia, yo aprendí sobre la estructura de un relato policial. Mi editora histórica y con quien aprendí más fue Julia Saltzmann, la editora de Alfaguara, que cuando Random compró Alfaguara ella hizo algunos de mis libros como externa y otros no, y le tengo un respeto profesional extraordinario y un respeto como persona. Es una persona encantadora y muy valiosa. Ella es absolutamente precisa en su trabajo, comprometida, pero guarda una ingenuidad con cada texto que le das, sorpresa e ingenuidad cuando tiene que revisar como una niña que está descubriendo algo, y eso me encanta de ella”.
Paola Lucantis acaba de inaugurar la librería Te llamaré viernes, en Belgrano, y continúa publicando los libros que supervisó como editora en Tusquets. “Nunca devolví un texto intervenido, siempre tomé apuntes y luego me encontré con los autores para charlar sobre esos apuntes. La primera relación no venía con una intervención directa, siempre charlaba cuestiones de estructura o de personajes que no me cerraban, o me hacían ruido, o les decía por qué no les das por acá. Luego compartíamos un texto y yo anotaba cosas al margen y el escritor o escritora iba aceptando o no, y así. Hay autores a los que tenés poco para sugerirles, hay otros a los que les he cambiado el título, otros el final, sugerido, quiero decir. Este final no se lo cree nadie, trabajalo. Proponer eso, que algunos personajes tengan más desarrollo u otros menos. Me gusta la metáfora de pegar puntadas, ajustar esos hilos que cosan bien las historias. Es muy diferente con cada autor. Un autor me entregó el libro muy largo y le dije que no, que tenía que deshacerse de parte del material. Hoy una novela de un autor argentino de mil páginas es una frustración para todos. Le dije a un autor: “Quiero que llores achurando esto”, y un día me llamó desde un bar y me dijo: “Estoy llorando, hija de puta”.
—¿Hubo autores que le decían que no?
—Sí. Me pasó de leer y decir: “Mirá, esto me gustaría contratarlo, pero te propondría trabajarlo en esta dirección” y hay autores que me dijeron: “No, no voy a tocar nada”, y entonces yo no contrato. No es que tengan que aceptar todo lo que propuse. A veces sí y otras no y argumentan por qué quieren dejar y es muy respetable. Son recursos, no leyes de verdad. Sería vanidoso ponerse en “yo tengo la fórmula”, uno sugiere como lector.
Otro libro publicado recientemente, muy breve y hermoso, es Jerome Lindon. El autor y su editor, de Jean Echenoz, un retrato que hace el escritor francés de su editor de siempre en Editions de Minuit, que recorren toda una vida juntos en la escritura y la publicación, en la que describe a este editor alto y formal y que del que termina siendo amigo, hasta su muerte. El texto recuerda ese entusiasmo que hacía que el editor le reclamara el libro inmediatamente terminado para leerlo, y publicarlo luego, y la desazón al perder una figura que era, al mismo tiempo, paterna. Es muy lindo texto, deben leerlo. Lo publicó Nórdica Libros en 2022.
Selva Almada es una de las grandes voces nuevas de la literatura argentina. “Cuando revisé El viento que arrasa con Damián Tabarovsky, él leyó la versión que le mandé y fue muy buena su lectura. Era mi primera novela, y aunque la había trabajado en el taller de Alberto Laiseca, es distinta la mirada del editor que la del maestro de taller. Me hizo pocas indicaciones, pocas pero precisas. Me dijo que se demoraba en empezar, y trabajé eso. O con el personaje de la hija, que me decía que era muy Andrea del Boca, muy melodramática, y me lo hizo trabajar. Me recontra sirvió volver a leer a la luz de estos comentarios lúcidos. Cuando hice esa lectura, cambié el final, aunque no lo hubiera sugerido Damián, pero a partir de esas observaciones. Y cambiamos el título, también con la colaboración de Gabriela Massuh, a quienes les parece kilométrico, y lo cambiamos. Esto fue en editorial Mar Dulce. Ahora trabajo con Ana Laura Pérez, en Random, con quien trabajé Chicas muertas o No es un río, que estaba escribiendo cuando empecé a trabajar con ella. Es diferente trabajar sobre la novela que se está trabajando. Es una interlocutora maravillosa. Me puedo sentar a charlar sobre lo que pienso, sobre qué estoy pensando sobre el texto. Vamos charlando sobre el libro en proceso. Han sido dos muy buenas experiencias”.
No sólo en literatura de ficción existe una relación entre el editor y el autor. También en la no ficción, o en el periodismo de investigación, existen estos vínculos productivos. Gabriela Esquivada, periodista, editora en Infobae Miami. Trabaja regularmente editando libros de periodismo. Cuenta así el oficio: “En mi experiencia, el trato con el autor es muy importante. Diría que en muy pocos casos, y en general se trató de libros académicos, el trato entre autor y editor, el diálogo, el acompañamiento, no tuvieron mayor impacto. Para el autor o la autora, confiar su texto sin terminar, o sin pulir, o en obra, es emocionalmente gravoso: tiene que confiar en el editor o la editora. Lo digo porque también como autora el momento de entregar un original ha sido de zozobra para mí. ¿Será un bodrio? ¿Resultará confusa la estructura? ¿Qué clase de papelón estoy haciendo? Y confiar en que el editor va a estar ahí, antes que todos los demás lectores, antes que la pareja o la familia, con lealtad y discreción y todos los recursos intelectuales que tenga (pocos o muchos, pero siempre todos) es muy importante para poder conciliar el sueño. Como editora he sentido que la relación con algunos autores es de intimidad, como cierta forma de la amistad, en la que es posible abrir el corazón y pensar con el otro/la otra, e ir tanteando el camino juntos en beneficio de algo que es medio misterioso de tan abstracto, que es el libro que se pone en el mundo y cobra vida propia.
—¿Recuerda casos en los que la buena relación con el autor hizo crecer al texto?
—Edito no ficción, en general periodismo, muchas veces periodismo narrativo, y por eso quizá recuerdo muchos casos en los que a partir de la buena relación con el autor o la autora me animé a investigar cosas relacionadas con el tema, o aportar algún dato sobre el tema que por alguna razón conocía, o a señalar un camino de exploración o de antecedentes que personalmente me parecían adecuados para el texto. Y luego eso fue recibido con interés por el autor o la autora, y a veces terminó en el texto.
—¿Tuvo que rechazar algún libro por alguna mala relación con el escritor?
—No, escapo al conflicto (lo vemos en la próxima, ya pasaron sus 50 minutos). Pero sí me ha pasado que algunos autores, recuerdo dos casos, comenzaran a trabajar un libro conmigo y decidieran dejar de hacerlo. Uno me lo dijo, muy drama-free y amable, y nos dimos la mano y ya, y el otro me ghosteó.
Como escritor de no ficción, Javier Sinay recuerda que su primer editor fue Sergio Olguín, quien lo editó por primera vez para la revista V de Vián: “Fue quien luego me editó mi primer libro, Sangre joven en Tusquets. Luego tuve un editor muy exigente, Juan Ortelli, que era editor en Rolling Stone cuando yo trabajaba ahí. Aprendí mucho de él. Y después tuve editores maestros que son Leila Guerriero y Julio Villanueva Chang. Leila me editó tres libros y algunas notas largas. Julio algunas notas largas y le organicé talleres, acá y aprendí ahí. En la crónica se habla mucho de la mirada, es decir, tener ideas nuevas sobre un caso, un personaje, un lugar. Originalidad e ideas nuevas. Chang y Leila son una dama y un caballero, nunca te van a maltratar, pero son muy exigentes. Y funciona. El texto crece y queda bien. El peligro con algunos editores es que te hacen adicto a ellos, y está bueno ir cambiando de editores y nutriéndote de vitaminas editoriales. Hay distintos métodos y miradas sobre lo que hace a mirar y contar una historia. Aprendí trabajando con mis editores. Incluso en las diferencias. Para el libro Extremas, de la editorial Diego Portales de Chile, escribí sobre Martha Pelloni. Estaba en plena fiebre de Emanuelle Carrere y escribí el texto en una super primera persona Carrere y Leila Guerriero me dijo no sé por qué tiene que haber una primera persona, podés eliminarla de todos lados. Entonces la saqué, a regañadientes, pero funcionó”.
Como se ve, con conflictos, con ghosteos, con agradecimientos y placeres, la relación entre autores y editores sigue siendo tan productiva como desde siempre. ¿O no fue un editor el que discutió con dios que la primera frase de la Biblia fuera: “Y en el principio era el Verbo”?
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