“Panorama. El teatro de la memoria” traslada su clásico repertorio de imágenes a escala planetaria, en una reflexión aumentada sobre el futuro de la humanidad y su relación con la naturaleza
“Tal vez nos estamos acercando al fin del dominio del hombre sobre los asuntos del planeta. Podríamos quedar en un segundo plano ante una inteligencia superior como la de los hongos, que se los está estudiando ahora como cerebros de conjunto”, plantea Daniel Santoro a Infobae Cultura en el final del montaje de su nueva muestra, Panorama. El teatro de la memoria, en el segundo piso del Museo Nacional de Bellas Artes.
Esta vez el disparador no es el mundo peronista que caracteriza su obra más conocida, sino una preocupación mayor que está en la agenda de toda institución artística contemporánea (paradojal sintonía con ese “mundo rúcula” –el del mercado del arte– satirizado por el pintor): el colapso planetario en la era del Antropoceno, concepto que simboliza la intervención despiadada del hombre sobre la naturaleza, fuente de vida y de metáforas que Santoro emplea a menudo en su obra.
En un ángulo casi circular, la exposición despliega un panorama pictórico de unos 30 metros concebido especialmente por el artista para el espacio de la sala. Mirado de lejos, el paisaje puede sugerir alguna reminiscencia de las escenas litoraleñas de Cándido López que cuelgan en otra sala del museo. Sin embargo, lo que está puesto en escena es un cataclismo incierto aunque imaginable que ha desbaratado los pilares de la civilización occidental y la vida humana tal como la conocemos.
En sucesivos paneles con islas que permanecen indiferentes al paso del tiempo, se advierten varios indicios de la desgracia y diferentes emblemas sedimentados en la tierra. Acaso algunos todavía puedan ser rescatados por los últimos hombres, unas figuras empequeñecidas que levantan un templo en torno al icónico avión de León Ferrari con el cristo crucificado al ingenio tecnológico, también exhibido en el Bellas Artes. “Con él tenía una conversación muy fluida, así que me gusta interactuar con su obra y ponerlo en evidencia”, dice Santoro.
A través de este dispositivo que en el siglo XIX evocaba los grandes acontecimientos históricos en un espectáculo para las masas, el artista revisita una vez más el arte popular del pasado para reflotar una propuesta que hoy resuena en las experiencias inmersivas tan de moda entre el público. “La idea es que la gente pueda ver la obra de cerca o de lejos, y también en un recorrido desde los 30 metros”, dice sobre el panorama, en el que plasma su visión crítica de la realidad.
“Es una temporada de paradojas esta que estamos viviendo. Por ahí la inteligencia artificial es un intento todavía no registrado de un cerebro colectivo humano, por el momento solamente técnico pero no sabemos hasta cuándo. Pese al miedo que despierta, tal vez termine siendo lo que nos salve”, sugiere con eco en los proféticos versos de Hölderlin que retoma Heidegger: ‘donde hay peligro, crece también lo que nos salva’”.
Como siempre, los caminos de bosque escenificados por Santoro están plagados de símbolos a interpretar. Aunque el mundo que nos presenta se asemeja al ghetto imaginado por Héctor Libertella en El árbol de Saussure, es decir, un lugar que tiende a la desaparición del signo. Los íconos culturales de nuestros tiempos han devenido en fósiles o mitos semivacíos, y es a través de ese mundo perdido que reaparece el conocido repertorio iconográfico del artista.
Sobre el pasillo de la sala, una serie de dibujos en tinta condensan algo de la memoria social del peronismo a través de emblemas ya trabajados por el pintor, revisitados ahora para expresar el malestar global y la precariedad de la existencia. El descamisado gigante acerca su oído para escuchar lo que pasa dentro de los chalecitos californianos, que apenas logran hacer equilibrio en un entorno hostil donde se acrecienta el problema de la vivienda. Santoro reactualiza la leyenda bíblica de Caín y Abel que antes usó para simbolizar la lucha de clases en una nueva versión ecologista con tronquitos enfrentados.
De la arcadia justicialista solo quedan ruinas en este mundo que se resquebraja, como el edificio de la Fundación Eva Perón convertido en capa geológica. “El peronismo hoy es parte del problema, no está ofreciendo una solución. El tema es poner en foco la codicia que está destruyendo el planeta. No es el problema el capitalismo, sino esta lógica de no parar del mundo financiero, a la que está ligada el mundo del arte”, asevera el autor del Manual del niño peronista.
La línea horizontal del panorama está cortada en el centro por el árbol de la vida, que vela por el equilibrio del conjunto. “El árbol tiene una potencia simbólica impresionante desde el origen de la humanidad. Es el refugio, la primera casa y la primera conexión con lo trascendente. Fija el movimiento y abre la posibilidad de ir hacia arriba y hacia abajo, si no estás condenado a la circulación permanente”, explica Santoro sobre esta figura tomada de la cábala que se ha vuelto recurrente en sus trabajos.
La estructura triádica del árbol se replica en los recursos empleados para darle forma al panorama, que conserva la huella material del dibujo: “Todo está pintado con tierra y carbonilla. El carbón, madera quemada, es el emblema del mundo vegetal. La madera saca los nutrientes de la piedra y alimenta la carne. Cuando alguno de estos tres elementos deja de actuar o desborda sus límites, todo el conjunto se abisma. Esos momentos son los que intento plasmar en el panorama”.
Aunque la memoria se inscribe en esas tres materialidades, un aleph conjetural dibujado en el pasillo pone delante la idea de una permanencia infinita de las imágenes. La referencia evidente es el texto de Borges, “el gran teatro de la memoria de nuestra literatura” –dice Santoro–, pero el boceto también señala las redes de malla de las cosmogonías hindúes que inspiraron la ficción borgeana. “Las cosas que nos pasaron quedan flotando en torno al universo, no se van. Estas redes atrapan la memoria y garantizan el retorno y el cumplimiento del karma”, comenta el artista, cuyo dibujo presenta un corte temporal de ese aleph dotado con mitos que atraviesan su propia vida.
En el teatro de Santoro aparecen su madre cosiendo en la máquina Singer y Evita como nutriente; las eternas discusiones ideológicas en el bar La Paz; María Moreno dando cátedra y una sala porteña en la que se proyecta Teorema de Pasolini. También se reflejan con humor la tarea de Horacio González en la Biblioteca Nacional, vigilado de cerca por una estatua animalizada de Sarmiento, y el ansia de reconocimiento de los artistas locales, que corren hacia el Malba y la fundación-museo Guggenheim.
La representación del mecanismo complejo de la memoria se completa con un prototipo de fichero helicoidal que, casi como una invención moreliana, sugiere con pequeños cuadros de imágenes el devenir continuo de estos fragmentos de tiempo. Los cuadernos con bocetos y lecturas, en cambio, se exhiben como una memoria técnica que registra el trabajo diario desde 2017 a esta parte. “Todo esto lo hago siempre en los bares, son como estudios previos que van fermentando y después empiezan a funcionar en obras de más aliento”, describe Santoro.
Un televisor muestra el interior de los cuadernos, con más de 300 imágenes y anotaciones de lecturas sobre distintos libros, como el Arte de la memoria de la historiadora inglesa Frances Yates, que inspiró varias de las ideas trabajadas en Panorama. El teatro de la memoria. También están las hojas del Manual del niño neoliberal, del que saldrá una nueva edición como libro de apuntes durante el marco de la exposición.
INFOBAE