- 6 abril 2023
Es un día de fiesta en el municipio mexicano de Tejupilco y su Iglesia del Rincón del Carmen se ve abarrotada por decenas y decenas de personas.
Los feligreses acuden elegantemente vestidos, el templo está perfectamente decorado, una banda toca música a la entrada y hasta se oyen fuegos artificiales. Podría pensarse que se trata de una boda, pero lo que se está celebrando aquí es la ordenación de un sacerdote.
Para Miguel Pantaléon, vecino de la zona de 28 años, este día es probablemente el más importante tras una década de formación en el seminario. También para su madre, una humilde mujer que tuvo 13 hijos y que desde la primera banca de la iglesia lo mira emocionada cumplir su sueño de ser cura.
“Querido hermano Miguel, el sacerdocio es un regalo. Es un don de Dios, es Él quien te ha llamado (…). Todo sacerdote es nombrado e instruido para presentar a Dios ofrendas y sacrificios”, le dice durante la ceremonia Joel Ocampo, obispo de la diócesis de Ciudad Altamirano a la que pertenece.
Ciertamente el ser cura exige sacrificios, pero aún más en México. En un país donde el 77,7% de habitantes se declara católico según el censo de 2020 —10% menos que 20 años atrás, pero con lo que sigue siendo el segundo país con mayor porcentaje de catolicidad en el mundo después de Brasil—, los sacerdotes deben lidiar con situaciones de violencia y de crimen organizado que los convierten a veces en sus objetivos.
Las cifras son escalofriantes. Según el recuento más reciente del Centro Católico Multimedial (CCM), al menos 63 curas fueron asesinados en México desde 1990 —57% en la última década—.
“México es por 14 años consecutivos uno de los países más peligrosos para ejercer el sacerdocio”, se lee en su último informe, en el que critica que la mayoría de responsables no hayan sido aún condenados.
Este lunes, pocos días antes de Semana Santa, la Conferencia del Episcopado Mexicano publicó un comunicado en el que hizo un llamado a un diálogo nacional por la paz con el que crear una respuesta ante la violencia imparable en el país. “Tanta muerte es un llamado a trabajar por la justicia y la seguridad”, dice el organismo.
El Episcopado cita varios casos emblemáticos como el asesinato de dos jesuitas en el estado de Chihuahua el año pasado. “El hecho de haber encontrado sin vida al principal responsable muestra cómo los territorios son gobernados por economías criminales que han crecido ante el descuido del Gobierno en todos sus niveles”, critican.
La región más peligrosa
Pero si hay una zona especialmente crítica para ejercer el sacerdocio en México es la conocida como Tierra Caliente, aquella en la que el recién ordenado padre Miguel Pantaleón ejercerá su labor.
Esta región debe su nombre al clima extremadamente caluroso que puede alcanzar los 50 grados en verano, pero también a la amplia presencia de delincuencia organizada que llevó al despoblamiento de algunas de sus zonas.
Los grupos que se disputan aquí el poder han ido mutando con el tiempo, pero las autoridades consideran que el cartel Jalisco Nueva Generación y los llamados Cárteles Unidos son los principales actualmente.
Según el CCM, Guerrero y Michoacán —dos de las tres entidades junto a Estado de México que forman Tierra Caliente— son el primer y tercer estado, respectivamente, con mayor registro de sacerdotes asesinados.
Es en este escenario hostil donde un recinto religioso se mantiene firme y, pese a las amenazas, no duda en mantener sus puertas abiertas de par en par —de manera literal—durante todo el día. El seminario de Ciudad Altamirano, en Guerrero, sabe muy bien lo que es sufrir el embate de la violencia.
Hasta su interior ingresó en 2014 un grupo de hombres armados que secuestraron al sacerdote Gregorio López, más conocido como el padre Goyo. Su cadáver apareció pocos días después con un balazo en la cabeza. En el seminario recuerdan cómo, tras conocerse su desenlace, la lluvia no cesó de caer durante el día y la noche.
Antes, otros religiosos formados en este seminario fueron asesinados mientras trabajaban en la diócesis: José Ascensión Acuña, también en 2014; y Joel Román, un año antes.
El legado del padre Cuco
Aunque uno de los casos más recordados años después es el de Habacuc Hernández. El conocido como padre Cuco, de 39 años, fue asesinado en 2009 en Arcelia, Guerrero, cuando viajaba en una camioneta con dos jóvenes seminaristas que también perdieron la vida. Llamó la atención la extrema violencia del crimen: los acribillaron con casi una veintena de balazos.
Los restos de Hernández reposan en este seminario en el que desarrolló su vocación religiosa, en una tumba sencilla de piedra acompañada de algunas flores. Junto a ella, Marcelino Trujillo, sacerdote en la diócesis desde hace 13 años, lo recuerda como una persona abierta, disponible y con una gran calidez humana que lo hacía ser querido por todos.
“Su muerte llevó a una especie de devoción. Vas al mercado del pueblo y ves su imagen con sus flores, con veladoras… y aquí todos los días viene gente a ver esta tumba. El día de su cumpleaños se llenó de gente e incluso con mariachi. Es un signo de cariño, casi lo ven como un santo para ellos”, le dice el religioso a BBC Mundo.
En este caso, como en el de los otros compañeros asesinados, Trujillo critica que nunca se esclareciera lo que ocurrió, aunque siempre se barajó como una de las principales hipótesis oficiales que los responsables se equivocaron en su objetivo.
Lo cierto es que parece imposible pensar que estas muertes tan cercanas no hayan afectado la vocación en este seminario. Entre una frondosa vegetación, hoy rezuma tranquilidad y un silencio apenas roto por el pequeño grupo de jóvenes que, entre misas y clases, se forman en su propósito de ordenarse como curas algún día.
Si hace cinco años eran 40 los alumnos, hoy son solo 18. Para una diócesis de unos 800.000 habitantes, se ve a todas luces complicado garantizar el relevo generacional de los ya escasos 76 sacerdotes actuales.
Y aunque Trujillo asegura que muertes tan trágicas como la del padre Cuco no desanimaron a la vocación de jóvenes sino que más bien les sirvió de inspiración —”nos mataron a cuatro compañeros, pero no perdemos la fe”, afirma—, el rector del seminario, Antonio Reynoso, sí reconoce su influencia.
“Cuando tuvimos los primeros padres víctimas de la violencia sí había comentarios de las familias de los jóvenes que no querían que fueran sacerdotes. Los desanimaba esta situación y sí, causó miedo incluso entre los seminaristas de aquel entonces”, le dice a BBC Mundo.
Reynoso conoce de primera mano el temor de haber sido diana del crimen organizado. Poco después de estrenarse como párroco de San Lucas, en Michoacán, viajaba en carretera para celebrar una comunión. “Veo que viene una camioneta blanca que pasa a toda velocidad y siento un impacto, ¡passsss! Pensé que se me había ponchado la llanta”, recuerda.
No vio nada en sus neumáticos, pero lo que sí encontró fue un orificio en el vidrio de atrás. “Fue un balazo, que podría haberme dado muy bien en el cerebro. Pero no me pasó nada. Me asusté, me bloqueé, no celebré, regresé con miedo, pero pues… seguí mi trabajo”.
La difícil relación con el narco
En este difícil contexto, y ante la realidad de que muchos de los miembros del crimen organizado son extremadamente creyentes —con especial devoción a San Judas Tadeo y la Virgen de Guadalupe—, mucho se debate sobre cuál es la postura que sacerdotes de zonas como Tierra Caliente deberían mantener ante ellos y sus peticiones.
El padre Trujillo niega que haya “autocensura” en sus mensajes desde el púlpito aunque reconoce ser “cuidadoso y prudente” en ocasiones en las que sabe que personas “infiltradas” escuchan sus homilías.
“Tenemos que cuidar mucho lo que decimos sin dejar de condenar lo que es injusto (…). Lo que yo hago es predicar el Evangelio, ahí sale la verdad de las cosas. No necesitamos un discurso para atacar a una persona o un grupo concreto”, afirma.
Basado en la creencia de que todos somos hijos de Dios, el rector Reynoso opina que a nadie se le debería negar un sacramento. Tampoco a fieles de grupos delincuenciales. “No, porque de alguna manera tenemos que darles el Evangelio. Que sepan que aunque vivan así, la Iglesia no los rechaza”.
“La Sagrada Eucaristía no es un trofeo para los perfectos, sino medicina para los débiles, como dice el papa”, apunta el padre Trujillo, quien recuerda cuando uno de estos grupos le pidió hace años celebrar un bautismo.
“Yo no podía ese día, pero les dije que necesitaban antes la formación cristiana, a lo que respondieron que no. En un par de días, me dijeron: ‘El señor dice que tiene que actuar’. Y ahí te ponen entre la espada y la pared”.
“Pero siendo el bautismo de un niño, justifica que cedas de algún modo. Y no lo haces por la intimidación, sino porque el niño merece ser bautizado. Es el criterio que a veces utilizamos porque, aunque sea hijo de ellos, al final sigue siendo inocente”, asegura.
También suele ser objeto de polémica el decidir qué hacer con los donativos que los narcotraficantes realizan a veces a la Iglesia, dado su origen ilícito. El conocido obispo emérito mexicano Raúl Vera, por ejemplo, defendió siempre una postura muy clara al respecto.
“Un sacerdote sabe lo que pueden dar sus fieles y detectar lo que pueden ser limosnas anormales (…). Los sacerdotes tienen la obligación de decir: ‘Esto no lo vamos a usar para nada’, porque ese dinero no podemos justificar de dónde viene. El dinero no se debe lavar nunca, porque cuanto más lo lavas, más te manchas la conciencia”, dijo en 2016.
Pero en el día a día de Tierra Caliente, cómo responder a estas ofrendas no siempre resulta fácil.
“El obispo siempre ha insistido en que no seamos incitadores de violencia ni nos involucremos con esas personas. Lo que vayan a dar al templo, que lo den sin que nosotros lo pidamos. Pero que tampoco lo rechacemos abiertamente porque pueden verlo como una ofensa y haber represalias, ¿no? Eso sí, no aceptar un regalo personal, porque eso te condiciona”, resume al respecto el padre Trujillo.
La formación de los futuros curas
Los jóvenes que hoy estudian en el seminario de Ciudad Altamirano saben que pronto se enfrentarán a estos dilemas éticos y morales. Y aunque aseguran estar recibiendo una formación integral para estar preparados, saben que las respuestas no serán fáciles cuando sean curas.
“La realidad fuera, en las parroquias, es muy difícil (…). Hay cuestiones en las que vale la pena dar la vida, pero cuando cabe la prudencia y el diálogo, es necesario consultar al obispo o a un hermano sacerdote para ver cómo darle una solución a esta realidad”, responde Reinaldo León, de 26 años, cuando se le pregunta sobre cómo se plantea actuar en estos escenarios complicados.
La mayoría de estos jóvenes nacieron en Tierra Caliente y crecieron rodeados de noticias de muertes y horribles asesinatos. Por eso, muchos a su alrededor no entendieron su decisión de apostar por ser curas en esta región y no marcharse a otras zonas.
“A pesar de esta situación, precisamente es eso lo que me hace seguir firme en la decisión de seguir aquí: por el hecho de que podemos ser esperanza en algún futuro para los demás. ¿Por qué elegir otra diócesis sabiendo que en la que hemos nacido hay mucha necesidad?”, se pregunta Guillermo Cano.
Este joven seminarista de 24 años recuerda la frase que le dijeron sus padres cuando les dio la noticia de su ingreso al centro: “Hijo, es muy peligroso”. Y aunque durante los primeros años no recibió ningún apoyo por su parte, ahora lo ven a él como la esperanza de que las cosas puedan cambiar en la región.
“Pero la verdad es que es muy complicado tomar la decisión y atreverse a estar en esta diócesis. Es algo que te hace cuestionarte y que es para valientes realmente, es mucha valentía el entrar a un seminario donde se viven estos aspectos de violencia y muerte”, reconoce.
Desde el otro lado de la experiencia, César Mujica, sacerdote en esta diócesis desde hace 39 años, no se muestra demasiado optimista respecto al futuro. “Siento que las dificultades van a ser más grandes porque no se ve solución al problema”, le dice a BBC Mundo.
“Pero nos preocupamos más por acompañar y servir a las personas que de nuestra propia protección. Es el pueblo el que sufre más que nosotros. No se trata de autocuidarnos, sino de autoconservarnos para estar y servir”, agrega.
A la espera de conocer su nuevo destino, el recién ordenado padre Miguel Pantaleón seguirá colaborando en la catedral de Ciudad Altamirano.
En uno de los pocos momentos en los que pierde su sonrisa, reconoce la angustia y el dolor que le causó el asesinato de compañeros cercanos como el padre Goyo, pero insiste en que lo recibió como “un impulso para seguir”.
“Esta diócesis está muy necesitada de vocaciones. Yo soy de aquí, soy parte de ella y es donde quise consagrarme. Nunca tuve la osadía de dejar esta tierra donde tanto se necesita”, concluye.